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jueves, 22 de enero de 2009

Humildad

Una de las cosas que siempre he valorado positivamente en un árbitro ha sido la humildad. La humildad verdadera, claro. Hay árbitros que hacen bandera de esa supuesta cualidad, cuando son todo lo contrario. Me refiero a la humildad precisamente el día en que el flamante nuevo presidente de los EE.UU. ha jurado su cargo y ha hecho referencia justamente a ella. Le ha pedido a Dios humildad en el desarrollo del mandato. Significativo, ¿verdad? Cuando la sociedad se está volviendo más descreída, con la polémica de los autobuses ateos y demás, resulta que el hombre más poderoso del mundo se inclina ante Dios y le pide ayuda –que no le va a faltar- y, además, humildad.

La humildad es una cualidad de la persona; un don, diría yo. En el deporte, como en cualquier otro ámbito de la vida, el humilde es el que mejora, el que evoluciona por el buen camino. Sí que es verdad que el éxito corrompe, atrae a las malas compañías; hay que ser muy fuerte para continuar como si no pasara nada cuando se ha conseguido un premio. Pero es cuando se conquista un campeonato, cuando se está en lo más alto, cuando se demuestra si ese supuesto gigante tiene buenos cimientos o, lamentablemente, sus pies son de barro. Asimilar el éxito es uno de los ejercicios más difíciles que hay. No dejan de sorprendernos nombres de deportistas que han tocado el cielo y que, poco después, han caído en desgracia. Cuántos hay que “viven” de las asociaciones de veteranos. ¡Tanto dinero ganado para verse después con más problemas de la cuenta! Seamos positivos, por lo menos.

Ese deportista –protagonizado en mi caso en la figura del árbitro, como me corresponde- debe de tener la capacidad de sacrificio para crecer pese a las injusticias, las adversidades que no paran de azotarle, las regañinas de públicos e informadores... También debe asimilar que un día está arriba del todo y al día siguiente es transparente como el agua.

El árbitro tiene la sartén por el mango, cuando sale a una pista –con su gomina, que no falte-, todo el mundo le pone la alfombra roja y le desea lo mejor... siempre que ese “mejor” sea un buen trato en todos los sentidos. Ese árbitro que se cree el salvador de la especie se acabará dando un trompazo en el momento que ya no sea la persona imprescindible que se pensaba que era. Lo malo es que, a veces, ese árbitro humilde no sirve, porque no tiene el mal entendido carácter duro.

Yo creo que no es una cosa incompatible: se puede ser un buen árbitro –en todos los sentidos-, a la vez que humilde y recto. El inconveniente es que, por desgracia, la autoridad se convierte en autoritarismo y, por consiguiente, la humildad brilla por su ausencia. Yo voto y votaré siempre por el árbitro humilde, buena persona. Entre un árbitro bueno y autoritario y otro igualmente bueno y humilde me quedo con este segundo.

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